El otro día hablaba con un amigo acerca de la ínfima originalidad de la gran mayoría de las series de la televisión (salvo honrosas excepciones, claro), de los temas recurrentes calcados de unas a otras, de lo manidos de los perfiles de sus personajes (policías buenos, y todo lo que salga de la norma, sospechoso), y del abuso de un ingrediente que parece fundamental en todas estas producciones: la violencia. Él se me mostraba resignado y decía cosas como “Qué le vamos a hacer, si es lo único que hay”, y yo digo NO.
¿A qué tipo de sociedad podemos aspirar cuando cualquiera (niños incluidos) está expuesto 24 horas al día (y no me vengan ahora con lo del “horario infantil”, porque es papel mojado) a contenidos donde se banaliza la muerte, las armas y todo tipo de violencia física y/o verbal, o cuando la alternativa vespertina es tomar como modelo de conducta y moralidad a alguien cuya mayor contribución al mundo es la frase “Andreíta, cómete el pollo”?
Resulta del todo lamentable que un medio de comunicación masivo, el mayor de todos, se preocupe más de desinformar, de deseducar y de, en definitiva, idiotizar con trucos de magia barata antes que de cumplir su supuesto cometido de entretener, informar y educar al espectador. ¿Hemos perdido esa batalla o todavía es posible una televisión (como dirían Aviador Dro) nutritiva?
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