En estos días de tanta convulsión necesitaba un momento de relax. Y qué mejor forma que buscar entre la colección de discos esa dulce sensación que la música provoca en mi cerebro. Así, pasando las yemas de mis dedos por los discos, un placer como hay pocos, he parado primero en el Existir de Madredeus. Una delicia. Al devolverlo a su estantería he querido más. Insaciable. Mis ojos se han ido entonces, como lo hicieron en 1999, a esa sonrisa fresca que transmitía una tal Cristina Pato. Es lo magnífico de volver a escuchar obras que hacía tiempo no reproducías. Independientemente de su calidad. Y más, como es el caso, cuando esa virtud, esa chispa, fluía a borbotones. Sólo lograr rebobinar en el tiempo otorga una especie de paz interior que te reconcilia con todo. Y hacerlo disfrutando de esa gaita joven y descarada de Tolemia, mucho más. No siempre soy fiel. A Cristina Pato la abandoné hace mucho tiempo. Sus ojos no volvieron a cruzarse con los míos en ninguna tienda, en ningún escaparate. Hasta hoy.
Pero como el amigo al que llevas años sin ver, es recuperar ese contacto y sentir que nunca se perdió. Desconectado como estoy en muchas cosas, he buscado por la red qué había sido de su vida. Tenía claro que ese talento no se iba a perder. Pero siempre da un gusto especial el ver que aquella 'apuesta' que hice comprando su primer trabajo salió bien. Es más. En estos tiempos duros, ella sigue, fiel, ofreciéndome su música. Sin rencor. Uno tras otro, otra media docena de longplays y dos docenas de colaboraciones. Su última obra, bendita casualidad, acaba de ver la luz. Migrations. Un ejemplo perfecto de cómo el ingenio puede crecer y elevarse a lo extraordinario con el tiempo. Han sido 15 años, Cristina. Para mi suerte, he vuelto.
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