Tuve la suerte de conocer a Flavia Totoro el otro día por pura casualidad. Salíamos de comer de uno nuestros restaurantes indios favoritos, el Ganga, sencillo pero sabroso, y al pasar delante del Centro México Madrid vimos que había una exposición aparentemente atractiva. Qué mejor forma de hacer la digestión del cordero tikka masala que con talento plástico del bueno. Y así nos encontramos con Mexclarte, una iniciativa que aglutina a artistas mexicanos afincados en España, principalmente en su capital. Su primera exposición colectiva se clausura este mismo sábado -ya lo siento-, pero estoy seguro de que habrá nuevas oportunidades.
La muestra, de escultura, pintura, fotografía y videoarte, reunía una colección heterogénea en lo artístico, homogénea en lo cultural si nacer en un país se puede tildar de eso. De hecho, parecía haber un leitmotiv en casi todas las obras que te arrastraba a esos 9000 kilómetros de lejanía física, que no emocional. Me gustó. Me llamó especialmente la atención una de las pinturas, un enorme carboncillo mitológico con el nombre de Diosa azteca.
Y la providencia quiso que su autora estuviera precisamente allí. Flavia Totoro se nos abrió de par en par. Su entusiasmo brotaba al mismo ritmo que te envolvías en todas las historias que aglutina el lienzo. La diosa preñada, henchida, que acoge y mantiene la distancia, que encierra en sí a todas las diosas precolombinas y las vírgenes católicas. Una metáfora geométrica, un bucle que crece entre la vida y la muerte.
Flavia transmite. Se nota. En ella y en su arte. Sólo hay que ver las miradas de sus retratos -Paisaje anónimo- que se exponen en el Instituto Mexicano en España, en la carrera de San Jerónimo, frente al Congreso de los Diputados. Hasta el 8 de junio.
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