Simplemente pudo ser que después de algo más de una hora torrefacta apagaron la calefacción. Pero lo cierto es que lo sentí. Terminó la obra y noté como se me erizaba el cabello a la altura de la nuca. Nunca me había pasado. Me gustó. Me gustó la experiencia y me gustó Nuria Espert. Confieso que siempre me ha transmitido distancia cuando he escuchado o visto alguna entrevista. Creo que el tono de voz, su cadencia al hablar... me retraen a la acepción peyorativa de 'diva'. Pero siempre procuro dejar los prejuicios en casa cuando me lanzo a un contacto directo. Y la Sala Pequeña del Teatro Español te remitía irremediablemente a eso. Siete filas. Casi notabas el aliento. Su interpretación superlativa no podía más que penetrarte hasta por los poros y poseerte. Un lujo del que poder presumir. Sé que entre los aplausos que obligaron a saludar cuatro o cinco veces a la artista están también los de un Sheakespeare emocionado al comprobar la fuerza revitalizada que Nuria Espert ha dado a su obra. Liviana y grácil en sus movimientos, parecía rejuvenecer. Sin embargo, pasaba sin alharacas de encarnar a la hermosa Lucrecia a transformarse en su abyecto verdugo, Tarquino. Ese talento sólo puede encerrarse en unos pocos. Y Nuria Espert, diva, diosa de las tablas, lo consigue en La violación de Lucrecia. Miguel del Arco reconoce sin ambajes que ya puede decir, y regocijarse, que ha dirigido a Nuria Espert. Como las otras 19 personas que han participado en el montaje, un monólogo sublime. Hay algunos 'peros', como el audio del oprobio en sí que, nunca mejor dicho, creo que deshonra la puesta en escena. Aunque la mayor afrenta, sin duda, que no se prolongue más tiempo esta maestría.
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